Paralelamente al infierno de la Covid-19, estamos asistiendo a una puesta en escena de diversas obras teatrales de la izquierda mundial que buscan autenticar muchas de sus demandas sociales de los últimos decenios. Están las marchas de los LGTB por un lado, ambientalistas por otro y, lo último, ha sido el tsunami mediático desencadenado a partir de la muerte, ciertamente innecesaria e injusta, del delincuente negro George Floyd, elevado a la categoría de mártir mundial por parte de un antirracismo hipócrita y oportunista.
Todos los días mueren blancos y negros, chinos y mestizos a manos de las policías del orbe. Pero también mueren a manos del crimen organizado o de dictaduras grises y ambiciosas sin que los operadores comunistas de estas marchas y manifestaciones, hagan o digan algo a favor de ellos. Lo vemos a diario, pero callan. George Floyd no era un dechado de virtudes, era un delincuente con prontuario policial por robo y abuso doméstico.
Su muerte no debió ocurrir en ninguna sociedad que se jacte de ser respetuosa de los derechos humanos, pero de allí a que la sociedad en un arranque de celo desmedido frente a su muerte, se haya dejado manipular por grupos de operadores comunistas, que los hay en todas latitudes, es otra cosa. Fueron días de días que la gente enfurecida destrozaba todo lo que había construido con trabajo y amor por su comunidad, por su país. Estados Unidos se volvió un polvorín que hizo recordar la escena culminante de Guasón, cuando una masa enardecida ante el abuso policial del cual fue víctima el criminal número uno de Ciudad Gótica, lo rescata y lo proclama héroe popular de una ciudad en caos.
En China, el Dr. Lin Weliang, el verdadero héroe que advirtió a su nación y al mundo que estábamos ad portas de una pandemia, fue “ejecutado” por el mismo régimen comunista que días antes lo había hecho firmar documentos en los que se retractaba de sus afirmaciones por ser “peligrosas para el régimen”. Este doctor sí fue un verdadero héroe valiente pero no pudo salvar su vida frente a la locura ideológica del partido comunista ni ante la perversidad del virus que estos dementes crearon en laboratorio, como parte de una guerra biológico-comercial.
Tampoco fue elevado a la categoría de mártir por los habitantes de Wuhan ni el mundo se mostró compasivo ante su muerte. Fue sencillamente descartado como una simple mascarilla que ya no sirve. Las masas guasonas del caos y la demencia delicuencial no llorarán por él. Ni nadie en el mundo arrojará las estatuas de Colón o de Washington o de Confucio, en honor a su memoria. Se fue en silencio.
Dos vidas, dos destinos diferentes. Dos conductas opuestas y ambivalentes de las mismas masas lumpenescas y deliberadamente opositoras a la libertad, a las leyes y a la democracia. Dos circunstancias críticas sostenidas por una sociedad que, hace mucho, entró en trompo y que ante el miedo y la provocación saca lo más ruin de su precaria humanidad. El delincuente Floyd, el buen doctor Wenliang y la Covid-19 son el punto de partida de esta novela trágica y mortal en que se ha convertido el mundo de la pandemia viral más cruenta de la historia humana reciente.